Plaza Venezuela

miércoles, 12 de enero de 2011

En el bulevar de Sabana Grande se camina rápido y se pasea poco



El NACIONAL, Ciudad 04 Ene 2011 | 06:50 am

En el bulevar de Sabana Grande se camina rápido y se pasea poco
Se cumplieron 30 años de la inauguración del lugar que dejó atrás la bohemia caraqueña. Fue ícono de la modernidad de la ciudad y luego refugio de buhoneros. Los transeúntes la recorren con desconfianza, en plena ejecución de un proyecto de remodelación.

Vista del boulevard de Sabana Grande | Ernesto Morgado

La bohemia huyó hace tiempo de Sabana Grande y no ha regresado. Sigue en el exilio o escapada; mientras, la poesía, entre descuidos estéticos, se ha tornado más dura, más realista y cotidiana. Comprometida con la supervivencia, amanece de bala y sin chaleco.

Cuando todavía no le habían abierto la barriga a la avenida Lincoln para construir el Metro y a nadie sorprendía que en esos negocios sirvieran el café en vasos de vidrio, plato de porcelana, cucharilla de metal y azúcar en terrones, además de servilleta de tela, ninguno se atrevía a discutir que la poesía empezaba en Plaza Venezuela, y que en alguna de esas bocacalles colindantes con el Callejón de la Puñalada Trapera sería posible vengar al camarada Cervantes o enamorar a Doña Bárbara.

De sitio chic, con tiendas lujosas que exhibían abrigos de mink en sus aparadores, damas con zapatos de cabritilla y bastones de puño de oro, que amanecían tomando champaña en el Todo París y el Pasapoga, devino con la democracia en refugio de poetas, músicos, pintores y trashumantes, que con unas pocas monedas y la gentileza de los amigos comían y bebían recitando al conde de Lautréamont o repitiendo esa definición de belleza que invoca la mesa de disección, el paraguas y la máquina de escribir.

En el hotel Royal de la calle San Antonio vivía el pintor Pascual Navarro. Su habitación era su estudio-taller. Ahí estaba su cama y su caballete, y una versión desmejorada de la Dama del abanico sobre un montón de ropa sucia en el rincón. La calle era su jardín, su balcón a la vida, a la que se asomaba con un trago de licor en la mano, su capa de mosquetero y una flor blanca en el ojal.

Ahora ese pedazo de pavimento lleva su nombre, pero pocos saben las razones.

Siendo un sitio de perdición, en su exacto y licencioso sentido, no extraña que a la confluencia de tres barras ­Vecchio Mulino, Franco's y Camilos­ se le conociera como el Triángulo de las Bermudas. Intelectuales de bolso de cuero al hombro, más popular que el celular de estos tiempos, mostraban sus versos y escribían poemas y manifiestos en servilletas arrugadas, pero lo importante era la literatura oral, la conservada en alcohol.

En la explanada que se abría a la literatura y al desasosiego desde el Gran Café, que ahora estrena adoquines encementados y esculturas de conveniencia, había una librería y dos tiendas de discos en las que Oswaldo Trejo y Morella Muñoz se recomendaban libros y atrevimientos líricos. Ya no existe el Piccolo Café en las Galerías Bolívar, tampoco La Vesuviana ni nadie sube los pocos escalones de la librería Cruz del Sur en la calle Negrín.

Las discusiones sobre la lucha armada en El Viñedo desaparecieron junto con las trompadas de la República del Este, pero si se pone cuidado y se aguanta el paso se puede sentir el ronquido melodioso de un saxofón frente a la farmacia que custodia el recuerdo de la calle inglesa y el aroma que salía de la pizzería Royal.

Toque de queda. Ahora el bulevar es una vía de paso en la que cientos de seres anónimos se miran de soslayo y caminan apresurados para disimular la huida, espantados por la soledad que respira la multitud.

Casi todos se dirigen al Metro, a continuar el escape a otra velocidad y con sus pertenencias bien agarradas, o escondidas, si se trata de algo de valor.

Reducido a refugio de buhoneros durante buena parte de la primera década del siglo XXI, el bulevar ha empezado a cambiar: toldos, luminarias, bancos de granito y extrema racionalización de la distribución de mesas y sillas, pero sobre todo la absoluta eliminación de los charcos, tanto de lluvia como de aguas servidas.

Antes de que empiece el toque de queda con la salida del último tren, aparecen los nuevos artistas, más realistas y socializados que los que escribieron las historias de la calle Lincoln: malabaristas, actores extremos y bailarines que pasan el cepillo sin pudor y reclaman sonrientes cuando es muy poco lo que les dejan en el sombrero.

A las 6:00 de la tarde empieza el espectáculo de McKarrone y Facilita, su muñeca complaciente, frente a lo que queda de la librería Suma. Los transeúntes atraídos por la música hacen un amplio círculo alrededor del equipo de sonido, mientras él prepara a la bailarina con rostro de maniquí. La compañera de baile. Con destreza y picardía, se dirige a los presentes o a los que pasan: "Adiós al hijo del profesor Jirafales", para referirse a un estudiante muy alto que canina apresurado; "Saludos a la actriz Whitney Houston, que nos visita esta noche", y se le queda viendo a una mujer morena y muy arreglada que se ha detenido a ver el show; "Usted como qué viene del Federal", le dice a un señor calvo.

Ayudado por un arnés, se coloca la muñeca y la baila con picardía y gestos de lujuria.

Luego ofrece en venta un video con su acto y anuncia que puede amenizar fiestas particulares. Garantiza que hará reír a los invitados toda la noche. Empieza a llover y el público desaparece. "Aquí sobran las salidas de emergencia", exclama.

Cuando escampa, Sergio Méndez saca otra vez el saxofón de su estuche y con paciencia limpia y coloca la boquilla.

Se define como un artista de la calle. Asegura que estudia en la Escuela de Arte de la UCV y que su objetivo es compartir su música. Se queja. "Necesitamos más cultura, más conciencia, la insensibilidad sobresale mucho. La música ablanda corazones".

Un grupo de actores con el rostro pintado como mimos ha Pide un café en la panadería 1900, y se aleja de la puerta. Cuando se siente protegido, saca el teléfono: "Te llamo en media hora, estoy en Sabana Grande y es peligroso hablar.

Tú sabes"..


sido contratado para la tarea más ardua que se pueda imaginar en un bulevar en la que los usuarios no pasean sino que transitan: enseñar a los peatones a respetar los semáforos y darles paso a los vehículos. Pocos hacen caso, se impone el apuro. Huir del toque de queda que comienza cuando cierra la estación del Metro.

Cuando se paga la última luz, cunde el peligro y el sitio se vuelve campo de combate.

Manda el hampa. Ernesto N.

lo relata con incredulidad. "Es como si viviéramos una película de destrucción, de esas en la que no hay nada que comer y todos se pelean por apoderarse de cualquier alimaña que les sirva de comida, pero aquí lo que buscan son celulares. La policía se va temprano y los que residimos en la zona quedamos a la buena de Dios, aunque la situación ha mejorado un poco. La normalidad vuelve cuando la estación del Metro comienza a funcionar".

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